Idea

La música de las palabras de Akira Mizubayashi

Catedrático japonés, especialista en la literatura de la Ilustración, Akira Mizubayashi tiene la particularidad de escribir en su lengua de adopción: el francés. Tras la aparición en 2011 de su ensayo Une langue venue d’ailleurs [Una lengua que viene de fuera], Mizubayashi publicó varias novelas, entre ellas la notable me brisée (2019) [Alma rota], en la que la música, que recorre todos sus textos, forma la trama de la historia.
Akira Mizubayashi

Entrevista realizada por Agnès Bardon y Laetitia Kaci

UNESCO

Usted suele decir que “habita” el francés. ¿Qué significa esa expresión?

Es una forma de describir el sentimiento de proximidad que siento en relación con esta lengua, que no es mi idioma materno, pero que me acompaña desde hace casi cincuenta años. Es también una manera de decir que no vivo en Francia. Vivo en Tokyo, donde siempre he trabajado. Durante mis años de formación pasé varios años en Francia, primero en Montpellier y luego en París. Desde entonces, viajo a París por lo menos una vez al año. No vivo en Francia, pero vivo la lengua del país.  

¿Por qué escogió este idioma y no otro?

Es una larga historia, que se remonta a mi encuentro con el filósofo japonés Mori Arimasa. Cuando tenía 18 años, estaba preparando los exámenes y leí uno de sus textos. Fue una revelación. Arimasa vivía por entonces en París, para lo que había tenido que renunciar a una prestigiosa cátedra de profesor de literatura francesa en la Universidad de Tokyo, y escribía una especie de diario íntimo. Su manera de referirse a la lengua francesa y a la cultura europea en general, me impresionó profundamente. Ese hombre, que hablaba francés desde la infancia, que lo enseñaba y que era un especialista en Pascal y en Descartes, confesaba en su diario que, en el fondo, no comprendía el idioma francés y que tenía que volver a aprenderlo desde el principio. 

Cuando leí esta frase, de la pluma de un profesor que tenía a sus espaldas más de cuarenta años de práctica del francés, un espacio infinito se abrió ante mí. Pude medir lo que puede llegar a ser la profundidad de una lengua extranjera. Decidí, entonces, seguir el camino que Arimasa había trazado. Antes incluso de empezar a estudiar el idioma en la universidad, empecé a escuchar las lecciones diarias que por esa época emitía la radio nacional japonesa. Fue el comienzo de un verdadero deleite.

¿Cómo se permite uno escribir en un idioma que no es su lengua materna?

Para mí, el francés es como un instrumento musical. Yo crecí en el seno de una familia en la que se escuchaba música con frecuencia. Mi hermano tocaba el violín. Yo mismo estudié piano durante varios años. Como mis inicios en el francés se produjeron a través de las lecciones emitidas por radio, mi contacto con esta lengua fue primordialmente sonoro, casi carnal. Fue gracias a la música que este idioma se introdujo en mis oídos, en todo mi cuerpo.

Para mí, el francés es como un instrumento musical

A partir del momento en el que decidí que el francés sería mi instrumento, llevé una vida de aprendiz de músico y lo practiqué 14 horas al día, una disciplina que jamás me hizo sufrir. Al contrario, siempre ha sido una fuente de alegría. En seguida empecé a escribir imitando las frases y los ejemplos de los manuales de estudio, de forma que, desde el principio, escribir fue como una especie de entrenamiento diario.

Una lengua extranjera es, al principio, como un obstáculo, una piedra que hay que romper a golpes de diccionario. El primer gesto consiste en observar. Uno se percata de que hay elementos que se repiten, como el uso de ciertos tiempos verbales. En cuanto identificaba algún rasgo característico de un escritor, me complacía en reproducirlo. Así, compuse varios cuadernos de parodias en los que imitaba el estilo de escritores como Zola o Flaubert.  

Llenaba mis cuadernos con el sentimiento de llevar una vida clandestina, ya que vivía en Japón. Mis estudios me condujeron a redactar una tesina y más tarde una tesis en francés. También tuve ocasión de escribir varios artículos sobre autores del Siglo de las Luces. Pero, aunque escribía desde siempre, jamás había pensado en publicar. Aquello no entraba en mis cálculos. 

Durante una cena en casa de mi amigo el escritor Daniel Pennac, que había conocido en Tokyo, me presentaron al filósofo y psicoanalista francés Jean-Bertrand Pontalis. Esa noche Pontalis me formuló muchas preguntas sobre mi trayectoria. Quería saber qué podía motivar a un joven que vivía a 10.000 kilómetros de París, a aprender francés. Respondí concienzudamente a todas las preguntas y, al final de la cena, como él también era editor, me propuso que escribiese un libro sobre mi relación con la lengua francesa. Al principio creí que era una broma, pero el asunto iba en serio. De modo que, tras regresar a Tokyo, empecé a escribir Une langue venue d’ailleurs [Una lengua que viene de fuera], que es una especie de autobiografía lingüística, con una conciencia muy aguda de que esas páginas iban a publicarse. Fue una experiencia liberadora. Sentí entonces que salía de una especie de cárcel impuesta por mi lengua materna para entrar en el umbral de un mundo nuevo.

Akira Mizubayashi
Akira Mizubayashi en la sede de la UNESCO en primavera de 2023.

Sus primeros libros, Une langue venue d’ailleurs [Una lengua que viene de fuera] o Mélodie, chronique d’une passion [Mélodie, crónica de una pasión], no son obras de ficción. ¿Cómo se produjo el tránsito de esos relatos a la novela?

Yo nunca he escrito textos de ficción en japonés. He publicado críticas literarias y reflexiones sobre el Siglo de las Luces. Solamente me atreví a aventurarme en ese territorio cuando empecé a usar la lengua francesa. Tras el éxito inesperado de Une langue venue d’ailleurs, ya tenía la idea de escribir sobre Mélodie, una perra con la que había vivido 12 años y tres meses. Ese animal ocupó un lugar muy importante en mi vida. Cuando falleció, cada noche regresaba a verme y estaba muy presente en mis fantasías. Necesitaba escribir algo sobre ella, como para agradecerle de algún modo lo que había significado para mí. Jean-Bertrand Pontalis no trató de disuadirme, sino que más bien me animó a hacerlo. Así fue cómo nació Mélodie, chronique d’une passion

Durante largo tiempo había acariciado también la idea de escribir sobre Mozart, que es uno de mis grandes amores. Ya tenía algunas ideas sobre el libro, que había concebido como un ensayo narrativo, pero el fallecimiento de Pontalis interrumpió el proyecto. Me sentí un poco huérfano, y fue entonces cuando el escritor y periodista francés Roger Grenier, de la editorial Gallimard, me propuso convertir el texto en una novela. Así fue como decidí transformar mi ensayo sobre Mozart en un proyecto novelesco en torno a las Bodas de Fígaro, y como pasé, casi sin darme cuenta, directamente a la ficción.

La música desempeña una función esencial en su obra, tanto en la narración como en la composición de los textos. ¿Cree que escribir es otra manera de componer?

Sí. Para mí escribir una novela es como componer una pieza musical. En las obras de Mozart, Beethoven o Brahms suele haber temas que a menudo se establecen al principio. A veces el compositor avanza a ciegas, tantea en busca del nacimiento del tema y, tras una espera más o menos larga, da con él. Así ocurre en la segunda sinfonía de Beethoven. Una vez establecidos, esos temas dan origen a variaciones. Regresan bajo otras formas que son, a su vez, diferentes y reconocibles, como también ocurre en las variaciones Goldberg de Bach, que insisten en el tema principal mientras tejen una infinita madeja de diferencias. En mis libros, me gusta plantear un tema inicial y luego regresar a él más tarde.  Creo que es una preocupación de tipo musical. Cuando lo consigo, alcanzo un momento de placer puro.

¿Se han traducido al japonés los libros que ha escrito en lengua francesa?

No, en absoluto. Yo existo en Japón como profesor de lengua y literatura francesa, como investigador, pero no como autor de expresión francesa. Aceptaría gustoso que los tradujeran, pero no deseo hacerlo yo mismo porque mis libros fueron concebidos directamente en francés, sin pasar por el tamiz de la lengua japonesa. Si lo hiciera, sentiría la tentación de traicionarme, de alejarme de mi propio texto. Me sentiría desgarrado entre el deseo de reescribir y el deber de traducir. Âme brisée [Alma rota] es la única novela que se tradujo al japonés, en 2021. Acepté traducirla a petición de un productor que quería que el libro fuera adaptado por un cineasta de Japón.   

Si tradujera mis libros al japonés, sentiría la tentación de traicionarme, de alejarme de mi propio texto

¿Se considera usted un intermediario entre las culturas japonesa y francesa?

Esa no era mi intención al principio. No fue esa mi idea cuando decidí escribir en francés. Dicho esto, yo soy hijo de padres japoneses que no sabían ni una palabra de francés. Crecí en Japón y allí fui a la escuela. En mi caso, la lengua japonesa está inscrita en mi vida de manera esencial. Vivo con recuerdos familiares, amigos y relaciones sociales japonesas. De hecho, en mis novelas Japón está muy presente. No podría ser de otro modo. Vivo en francés y en japonés al mismo tiempo.   

Japón, que se abrió al mundo occidental en 1868, durante la era Meiji, asimiló numerosos elementos de la cultura europea. Así, estoy doblemente condicionado: por mi trayectoria personal, que ha hecho que yo exista mediante la combinación de dos lenguas, y por la historia de mi país, que decidió abrirse al mundo. Sin que yo lo note, hay elementos de la estética, del pensamiento y de la sensibilidad lingüística japonesa que aparecen en mis libros escritos en francés. Sin quererlo, soy sin duda una especie de intermediario entre ambas culturas.